El vínculo con mi mamá era bueno, ese rechazo no graficaba otra cosa, sólo mostrar(me) que la agenda la decidía yo y que no estábamos para felicitaciones sino para empezar a trabajar. Tengo ese recuerdo muy presente por -intuyo- una razón: a menudo no dejamos que los padres nos digan de qué quieren hablar, cuáles son los temas o problemas que los interrogan. Cuando somos más jóvenes, sentimos que lo importante para ellos suele ser banal para nosotros.
Craso error. Es cierto que hay padres y padres, algunos muy invasivos, pero no lo eran los míos. Intuyo algunas claves de por qué yo actuaba así: todo intercambio implica un entregarse, abrirse, permitir que los otros se abran. Mantener una charla más confesional a veces nos da cierta vergüenza íntima, pero escucharla de nuestros padres, más todavía. Como si tuviéramos aún esa mirada infantil de que ellos son superpoderosos y no pueden padecer problemas terrenales. ¿Tu mamá o tu papá se sienten, a veces, solos aunque estén en pareja? ¿Tienen proyectos que quedaron postergados? ¿Hubieran querido que parte de su vida transcurriera por otro camino pero no pudo ser? ¿Sueñan con un punto de inflexión que no se animan a dar?
Son todas dudas que flotan en la relación padres-hijos y muchas veces no se hablan. Con el tiempo, cuando ya no están, se extraña no haberlo hecho: ante la ausencia uno se da cuenta de que es uno de los pocos vínculos donde no prima el interés o la mirada excluyente. Un refugio para unos y para otros aunque a menudo lo dejemos pasar de largo.