Mundos íntimos. La relación con mamá fue espinosa: sentía que yo debía cuidarla y no a la inversa. Al final, sí, estuvimos juntas.

Sociedad - RDN
Lectura
que llega un momento en el cual un impulso irrefrenable te dice: “ahora o nunca”. “Si no volvés ahora, no volvés nunca más”. Y si bien Francia es también mi hogar, salté nuevamente el océano Atlántico, esta vez en sentido contrario. Me acababa de separar y quería estar cerca de mi familia –algunos muy queridos ya no estaban– de mis amigos, de mi madre. Necesitaba entender y desmenuzar mi joven experiencia trasatlántica porque, según un dicho popular tibetano, “la patria es un campamento en el desierto”. Mirá también

Un abrazo que no se llegó a completar

La relación con mi querida madre ha sido espinosa. La díada madre hija, madre hijo, da mucho para contar y la literatura le reserva una parte importante con anécdotas al respecto. En mi caso en particular mi madre fue durante muchos años una madre lejana y silenciosa, bella y distante. Con mi abuela, su madre, tuve una relación de amor tan grande y plena que no notaba las huellas que dejaba mamá en mí, no sentía la frustración que sienten muchas hijas. Sin embargo, con los años me empezó a doler el vínculo. Ella en su interior, pese a ser el ser más libre que he conocido en mi vida, me parecía recluida en secretos y traumas. Cuando se casó en segundas nupcias, luego de separarse de mi padre, se encerró en una jaula de oro y arrojó lejos la llave. Y de algún modo me arrojó a mí. Y las llaves se perdieron.

Etapas. Vivian Lofiego, de pequeña, con sus padres. En aquella época -por viajes de él- se quedaba mucho con su madre, las dos solas.
Etapas. Vivian Lofiego, de pequeña, con sus padres. En aquella época -por viajes de él- se quedaba mucho con su madre, las dos solas.

En Francia durante años hice un análisis exhaustivo con una psicoanalista, discípula de otro grande, André Green. ¿Cómo llegué a ella? Estaba en el consulado de China en París para pedir una visa, nos íbamos con mi ex marido a filmar un eclipse de sol en Asia, yo llevaba el libro de Green en el bolso, había horas de espera y leí el artículo completo “La mère morte” (La madre muerta) y las piezas se fueron armando solas. Mamá tenía una personalidad muy compleja, y había siempre ese punto extraño de ausencia en ella. Estar sola conmigo de pequeña la invadió de temores, probablemente. No pudiendo asumir enteramente la función materna –mi padre estaba ausente por viajes- mi abuela compensaba y mamá se transformaba en una hermana a la cual yo debía cuidar.

Escribí poemas sobre ella, fue la protagonista de una novela mía que se editó en París, bajo el nombre de Ana. Mis editoras me llamaron casi llorando por la emoción que sintieron frente a esa historia. Describí minuciosamente –usando al artículo de Green- esos períodos de lejanía que me desataban una lucha interior permanente. ¿Me quiere, no me quiere? ¿Y si no vuelve más? ¿Y si me quedo sola para siempre? No llegaba a los cinco años.

Alzheimer. Vivian Lofiego con su madre cuando ella ya estaba enferma. Pese a todo, pudieron afianzar la relación y la acompañó hasta el último día.
Alzheimer. Vivian Lofiego con su madre cuando ella ya estaba enferma. Pese a todo, pudieron afianzar la relación y la acompañó hasta el último día.

Adulta, la llamaba desde París y le leía mis cuentos, poemas, notas, capítulos de novelas, sus halagos fueron lo más importante de mi vida. “Sos la mejor escritora que he leído”. Esos comentarios me llenaban de una fuerza inusitada. Superaban a los de cualquiera de mis amigos tan queridos, capaces y eruditos. Mamá fue una gran lectora, estuvo exquisitamente educada, hermanada a la naturaleza, la música. Pero no es este el punto, el punto está en que era mi madre. Y aunque no hubiera sabido leer, ni escribir como la madre de Albert Camus, su halago me hubiera resultado el mayor premio del mundo. Yo quería que ella me viera.

En 1990 esperaba mi vuelo de Aerolíneas Argentinas, hubo demora en el aeropuerto de Ezeiza porque traían a Piazzolla desde París, estaba grave y fue bajado del avión en una camilla. Me asustó aquella imagen. Pero subí y me fui. Me casé tres meses más tarde. Cada año volvía a mi país para estar cerca de mi familia, esa familia dividida, desmembrada desde el divorcio de mis padres. Tenía todo para vivir escindida. Pero ser extranjera, escribir, dar clases y estar rodeada me completaban. Mis abuelos se habían hecho cargo de la nena lectora que fui. Mi refugio: libros, dibujos, libros. Los comentarios en los años 70 no se hacían esperar: madre separada, por algo será… Llegué a bajarme de un auto a los siete años –iba a una excelente escuela privada- porque una de las compañeras que iba en ese mismo auto que nos llevaba al colegio a las que vivíamos en Palermo, arguyó que no podía viajar al lado de alguien con padres “separados”. Me bajé, sentí pudor, tristeza y rabia. Me fui sola a la escuela, atravesando la avenida Córdoba.

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Nunca se lo dije a mi mamá para que no se sintiera peor de lo que estaba después de la separación. Alfonsina tiene un poema, cuando a los siete años se pone a escribir frente a lo que le duele del mundo. Ese frío que a veces trasmitía mamá se me pegó en el cuerpo. Por eso cuando gracias a la distancia se mostraba cariñosa, agradecía a la vida el sentido de las contradicciones.

Supe con el tiempo que mamá tenía rasgos de lo que a partir de 1981 se diagnosticó como síndrome de Asperger. Y nadie lo sabía. Pasaba por ser una mujer silenciosa, extremadamente inteligente, solitaria. Pero yo veía una fragilidad, vulnerabilidad, un encierro, sabía de sus pesadillas, fobias, miedos… Todo este entramado lo fui desarmando a lo largo de los años, con dolor, escritura y análisis.

En el 2013 regresé a Buenos Aires para estar más cerca de ella. Siempre creí que una flor de loto puede crecer en medio del desierto. Además, yo era ahora lo que ella quería que fuera: una escritora. Nací bajo el sonido monótono de las teclas de la Remington, ella –dejó de trabajar fuera del dulce hogar porque era el mandato patriarcal- y de ser ejecutiva en una empresa americana, pasó a transcribir manuscritos… de escritores… en casa. Teníamos muchos libros. Y yo me quedaba sola cuando ella se iba y los libros eran mis hermanos, mis amigos, mi torre de marfil. Hasta que aparecía el miedo.

Volví para entenderla, para disfrutar de tardes de caminatas, poder pasear junto a esa mujer hermosa que era mi madre, mi abuela había muerto en el 2004. Quería volver a sentir la infinita bondad del mundo cuando íbamos de la mano por la calle Olleros, o cuando íbamos a esos lugares elegantes que ella frecuentaba. Y escucharla reír, porque cuando se sentía segura era muy graciosa. Quería volver porque no quería un agujero en la trama de mi vida. Porque soy remendona de alma con este acto de escribir. Lamentablemente las intolerancias familiares me impidieron compartir con ella sus últimos años “lúcidos”. Cuando cumplió 80 años, emocionada iba hacia su casa, pero, su esposo lo impidió. Y así cada vez que me acercaba, la puerta se cerraba una y otra vez. Pensé en regresar a París, allí me gané un espacio con mucho esfuerzo, sentía que no había solución. A mi madre, a mi padre los deberé llevar en el corazón.

Sonó el teléfono, tres años después, estaba en la cocina, aún me veo petrificada con la taza de café en la mano: a mi madre la habían internado en un geriátrico. Ahora sí tenía permitido ir a verla. Jamás íbamos a volver a esos paseos, a esos encuentros anhelados, a estar juntas en un contexto armonioso, en esos jardines que recordaba en mi infancia cuando ella estaba bien. Mamá tenía Alzheimer. No se podía tener en su casa, me dijeron. Busqué enfermeras, asistentes, pensaba que sí podía en su hábitat estar cuidada, tenía un gato negro tan grande y bello como una pantera, parecía protegerla. Yo quería que guardara su mundo, sus pertenencias. Pero no. Toda negociación fue imposible. Así empezó una relación de cinco años donde paradójicamente pude crear con ella un vínculo de mucho amor.

Tal vez mi lectura recurrente del escritor franco ruso, Romain Gary, “La promesa del alba”, mi libro de cabecera, me hace pensar: ¿Me inventé una madre? ¿Me inventé un vínculo? Mamá estuvo en un “centro de encierro”, como explica Deleuze, en “Post-scriptum” sobre las sociedades de control. Mamá era tranquila, estaba sobremedicada, y con su “naturaleza” silenciosa, solo quería estar sola y cerca de donde hubiera música, y buenos tratos… Pero, cito otra vez a Deleuze, estos lugares “nada tienen que envidiar a los más terribles encierros”. Yo iba muy seguido, trataba de investigar, de observar y acompañarla. Todo lo que allí veía me parecía siniestro. Las cuidadoras eran maltratadoras, no son diplomadas, y parecen detestar a los más viejos, perversamente se ensañan con quienes no se pueden defender. Cuando vi marcas en los brazos de mi mamá, puse el grito en el cielo, a partir de ahí, se acabaron las “buenas relaciones”. Vi una crueldad tan grande de parte de estas cuidadoras, vi tráfico de medicamentos, de pañales, en fin, salía descompuesta cada vez. Mamá fue hospitalizada de urgencia por deshidratación dos veces, el geriátrico en que estaba era pago. No pude sacar a mi madre de ahí. Me era imposible traerla a mi casa.

Si, fueron años de dolor y de amor. Pero en cada encuentro que tuvimos ella volvió a expresarme el mismo amor como cuando yo era muy chica. Y cada cosa que le llevaba le resultaba exquisita, maravillosa. Eran sus palabras. Porque el Alzheimer necesita de mucha paciencia, de mucha humanidad para poder ayudar a conectar a los pacientes con la vida. Allí, en el lugar del espanto, del infierno dantesco, dopan con exceso de drogas para que, de noche, las personas internadas no molesten. Muchas fueron las palabras vulgares que escuché de parte de esta gente, y mamá me miraba con horror frente a esto. Porque se entiende también con los sentidos. Ella seguía conectada a lo que fue también parte de su vida: las palabras. El maltrato fue muy grande.

Hasta el último momento tuvieron que aguantar mis llamadas: -¿le dieron agua a mi mamá? No. Porque entró en coma luego de una segunda deshidratación. Mamá murió el 29 de enero. Aquella tarde, la última junta, lloré sobre su cuerpo dormido bajo la morfina. Había tenido días enteros para hablarle y decirle que estaría en paz, que ahora sí yo era quien ella quería que fuera, la que la protegería de un mundo hostil. Sí, en cinco años tuve una relación de amor con mi madre. Pese a los Cíclopes, los Lestrigones, y varias Escilas, en esta odisea personal pasamos todos los días de sus últimos días de su internación en un entorno amoroso, cuidado, generoso. Médicos y enfermeras con empatía, nos trataron con mucho afecto en el Hospital Churruca. Hilda volvió a ser una persona antes de partir. Ya no era llamada por su apellido, como solían hacer en el geriátrico. De la desesperación que me produce me da risa. Es como llamar en una guardería a los bebés por el apellido. Los nazis ponían números. Pero me quedo con el amor de mamá por las palabras, por todo lo que le leí, le canté, por esas conversaciones sin hilo conductor, ancladas en un absurdo mágico y afectuoso.

Me dijo cosas maravillosas y en mi corazón me llevé el Nobel. El último domingo que estuve cuidándola sabía que ya no volvería a verla con vida. Cuando el médico me llamó, tres horas más tarde, con una voz que jamás olvidaré por su emoción lo escuché decir: Hilda se fue, la tratamos con amor. Sí, así fue. La última vez que estuvo consciente me dijo la palabra que guardaré hasta el fin de mis días: es maravilloso. Maravilloso sí pese a la tristeza.
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Vivian Lofiego. Escritora, profesora, traductora, actriz. Se recibió en la UBA y en la Sorbona. Publicó en Francia: novela, teatro, literatura juvenil, varios libros de poesía y libros de artista. En Argentina: poesía y traducción. Fue la coordinadora del Premio Juan Rulfo en París. Es traductora de poesía, filosofía, ensayo y novela. En breve se publicará, por primera vez en América Latina, su traducción de Nancy Huston. Francia representa en su vida, lo que de niña fue la casa de sus abuelos: la libertad, la creatividad y el ingenio. Adora la música, la pintura, las bibliotecas y la cocina. Fue finalista del Premio Julio Cortázar. Buenos Aires es como un amor secreto, siempre está por donde vaya.