La edad del tiempo

Chaco
Lectura

UN HOMBRE A UNA GUITARRA PEGADO

"Tu niñez, ya fábula de fuentes"

                                   Jorge Guillén

                                        

Por Bosco Ortega| Los que lo conocen aseveran que siempre estuvo detrás de ella, o en el mismo sitio, después de ella. Lo cierto y evidente es que aún sigue allí, como una

UN HOMBRE A UNA GUITARRA PEGADO

"Tu niñez, ya fábula de fuentes"

                                   Jorge Guillén

                                        

Por Bosco Ortega| Los que lo conocen aseveran que siempre estuvo detrás de ella, o en el mismo sitio, después de ella. Lo cierto y evidente es que aún sigue allí, como una emanación del calendario o una extensión del instrumento: sombra del sonido o gemelo de su forma. Uno entre tantos, debo decir que lo conocí de la misma manera que siempre lo vi. Por lo que puedo afirmar -de acuerdo a mi experiencia intransferible- que ya estaba en esa misma posición, mucho antes de que lo descubriera, por primera vez. Creo que ya era. Así.

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Echando mano a una quevedesca analogía podríamos afirmar que se trata de "un hombre a una guitarra pegado", una especie de centauro de la madera, pues de acuerdo a la visión de Leopoldo Marechal "domar un potro es como templar una guitarra".

Su fama de inmutable lo nimba de un sedentario renombre y sus movimientos, dilatados y parsimoniosos, aparentan un vértigo a fuego lento. Cuando ejecuta sus canciones lo hace inmerso en un estado de trance, al modo de aquellos bluseros negros que se desangran por las venas del diapasón o de los bagualeros andinos que se asemejan a oráculos de piedra, abismados en su cósmica quietud.

Toca y arden sus dedos como remos de ríos erguidos que llevan hacia su infancia en "La Mora", cerca de Antequera, fuente del pan gris que surca la canoa: radares de falanges que captan temblores de los abuelos que tramaron sus cantos en los telares de la pobreza. Sonares de instintos que vislumbran la cadencia del sortilegio melódico. Toda su legendaria lentitud se amplifica en racimos que ofician de manos y Cayetano, como un monje criollo, contempla impasible el trasfondo de la melodía perpetua.

Verlo en su taller de alas donde prepara el vuelo de sus iniciados musicales, sentado, con las piernas cruzadas y rodeado por discípulos, nos remite a la imagen (que afirman sus rasgos faciales) de un inédito shaolín autóctono.

Su misión es una tarea de rabdomante, rastreador de vertientes, que unido al detector silvestre de una rama en horqueta descifra en los páramos el trazo hídrico de los humedales. Su guitarra registra los cordajes del agua que canta su rapsodia geológica en el teatro de la semilla, detecta el murmullo de la lluvia reposada en los sembrados y percibe con la sed del colibrí el rumor del rocío en las ramas.

Mezcla de juglar, chamán y gitano, sibarita cocinero, baqueano de ríos, buzo de viñedos, la vida es aliada de su asombro y el vivir la destilación de la sabiduría, que justifican ser un destino en el tiempo. Se trata de una criatura sabia y abierta, como un girasol tácito, al llamado de la luz concreta en las cosas y los hechos. Establece correspondencia entre los momentos y el todo, urde armonías entre la esencia y la circunstancia.

Contemplar su preparación de un mate cotidiano es asistir a una ceremonia infusiva de minucioso ritual, que cantara Mario Nestoroff en su Oda al mate elemental. Ese gesto diario y seriado, lo transforma en una celebración compartida por ese cáliz de labios humanos. Sólo en Luis Landriscina y en mi padre, constaté tal placer, semejante a la de un alquimista de brebajes fraternales.

Se interna largas distancias en bosques y esteros y se ahonda en médulas de silencio, tras el rastro de las preguntas constantes y esenciales, equipaje de absoluto que porta un hombre hasta el ocaso de sus días. Siempre, regresa del fondo de su búsqueda: nómade de almas.

Lo espera su niño, por las costas de Vilelas, extasiado ante su padre, Pedro Gauna, peón ferroviario, que pulsa su guitarra con clavijas de madera, acompañado de su armónica adosada a la caja, mientras entona la polka "El soldado", durante un descanso de los rieles insomnes.

"Mi viejo, dice Cayé, se anticipó a Bob Dylan y a Leon Gieco". Su niño-ñeri "escucha con la mirada" la destreza trabajosa de su progenitor y guiado por su intuición magnética aprende los "tiemples del aire y del diablo", técnicas ancestrales de afinación criolla, análogas del cuatro-cuarenta europeo. Atahualpa Yupanqui, por ejemplo, afinaba con tal herencia americana, igual que los "sacha" guitarreros o violeros del monte.

Aguarda el "recuatro", versión reducida del requinto peruano -una suerte de guitarra liliputiense- que le obsequiara, años más tarde, un inmigrante ruso, don Isaac Kleinroe. Todavía lo divisa a Hermes Rómulo Peressini, maestro y violinista, mientras escucha sorprendido a Cayé interpretar "Pájaro Campana", con la misma soltura y justeza que demostraba en los picados del Lote 200.

En esa orilla de la infancia sin fronteras fluyen sus canciones propias que abrevan de todas las corrientes para hacer su cauce y ser fundamento de un agua íntima; suya, propia y posible.

Cayé Gauna proviene -después de la música – del Gran Chaco del Gualamba, pero su genio lo convierte en un ciudadano planetario.

Su canción tiene la edad del tiempo.