Gómez Centurión: "Ver caer y enterrar a mis soldados muertos en Pradera del Ganso me dejó un dolor en el alma"

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A los 63 años el mayor retirado y ex director general de la Aduana Juan José Gómez Centurión –quien recibió de parte del Congreso en 1984 la Cruz Argentina al Heroico Valor

en Combate, la más alta condecoración argentina- se sigue preguntando hoy por qué murieron 7 de sus soldados en la batalla de Pradera del Ganso y no él.

La condecoración fue por su acción como subteniente (23 años) del Regimiento de Infantería 25 de Sarmiento, Chubut, en la recuperación de dos cañones, en ese duro combate y en el rescate de un suboficial herido dentro de las filas enemigas en la guerra de Malvinas.

Gómez Centurión participó de las rebeliones carapintadas de Aldo Rico y Mohamed Alí Seineldín en los noventa que jaquearon la democracia. Con el gobierno de Mauricio Macri en el 2015 fue nombrado en la Aduana donde descubrió una de los más grandes casos de contrabando. Actualmente, preside el partido de NOS y busca ser candidato en las próximas elecciones.

A pocos días del 39° aniversario de la rendición argentina del 14 de junio de 1982 en una entrevista con Clarín recordó en primera persona cómo cayeron sus soldados de la sección Romeo y sin dejar de cuestionase si hizo todo lo suficiente para protegerlos en la contienda bélica con Gran Bretaña:

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“El 22 de mayo rescatamos a los náufragos del guardacostas Río Iguazú que había sido atacado por un avión Harrier británico. El jefe de las piezas de artillería que quedaron en su bodega, el subteniente José Navarro -hoy es general-, me pidió ayuda. Sabía que tenía un traje de neoprene muy finito. Era para verano, sin tubos de oxígeno, visor, ni patas de rana. Junté a “un rosario" de voluntarios y nos llevaron en un helicóptero Chinook piloteado por el mayor Posee hasta Darwin. El Río Iguazú estaba escorado de popa.

Entré a la bodega por un tombucho de la popa. Hacían 6 grados de temperatura y en el agua, 5 grados. Cada cañón pesaba alrededor de 1.500 kilos y su volumen es como el de un Fiat 600. Entonces los desarmé en 12 partes. Me sumergía yo solo porque la bodega era muy chica. Los soldados que me ayudaron quedaron al costado de popa del barco haciendo guardia por si volvían los ingleses. Trabajamos dos días. Yo salía cuando ya estaba al borde de la hipotermia. Buceaba no más de cinco o seis horas por día. Teníamos miedo a otro ataque inglés.

El 25 de mayo recibimos fuego amigo de aviones argentinos que nos confundieron con soldados británicos. Volvían del ataque de Bahía Agradable contra dos barcos ingleses. Por suerte sin bombas y poca munición. Además, tiraron en medio de la neblina y debían volver rápido al continente porque no tenían más combustible. Dios nos salvó de esa. Después dinamitamos el barco para que no lo tomen los ingleses. A uno de los cañones le faltaban una pieza y la completaron no sé cómo. Después, tiraron durante todo el combate de Pradera del Ganso-Darwin.

El 26 de mayo me ordenaron movilizarme hacia el sur de Pradera del Ganso para custodiar un pequeño puente que estaba a unos 5 kilómetros del poblado. Quedé separado del teniente Roberto Esteves quien fue a apoyar las posiciones del norte del istmo de Darwin. Las dos secciones éramos reservas para la fuerza de tareas principal. A mi me mandaron donde nadie iba a pasar. La nada misma.

El 28 a la madrugada, a las 2 aproximadamente, empieza un intenso fuego naval británico y luego fuego de artillería y el tableteo de las ametralladoras. Supe después que era la compañía A del Regimiento 12 de paracaidistas británicos. Al sur, donde estábamos nosotros, no iban a llegar. Venían atacando desde el norte. El estrecho de Darwin es como un pasillo. Los ingleses se querían guardar la espalada para avanzar hacia norte y sobre Puerto Argentino.

Me quedé sin comunicaciones porque las radios no tenían más baterías. Entonces, tuve que tomar una decisión. Me quedaba a cuidar un puente sin importancia o me presentaba para la reserva en el lugar del combate. Le mandé a avisar a la otra compañía que estaba en la zona del puente que les dejaba el franco libre. Volví a Goose Green y pedí órdenes. Sentí un dolor en el alma cuando me enteré que la sección de Estevez -mi camarada y comando como yo- había sido diezmada en el monte de Darwin.

Me hicieron esperar un rato largo y luego me ordenaron ir al norte a reforzar nuestras posiciones. Pasé por la escuela. Estaba llegando a las alturas y en una hondonada chocamos, en forma sorpresiva, con una fracción británica que venía de frente. Estábamos a 800 metros de la escuela de Darwin.

Entonces, tomados posiciones en una colina. Yo sabía que detrás de los británicos había una zona de paneles minados. Los teníamos acorralados. Abrimos el fuego. Eramos 38 hombres. Combatimos entre 40 y 60 minutos. Hasta que un sargento me dijo que pedían un alto el fuego desde una cadena de piedras. Levantaban fusiles y cascos en señal de tregua. Ordené el alto fuego. Bajé unos 200 metros hasta un potrero con mi fusil FAL en alto.

Unos minutos después llegó un oficial británico y me preguntó si hablaba inglés. Le contesté que sí. Para mi sorpresa me pidió la rendición. Me dijo que si le entregábamos nuestras armas, salíamos todos vivos... Me decía “ya terminó la guerra para ustedes. Voy a atender a sus heridos…” Le pedí que me repita y le dije, con toda la adrenalina encima, que no nos estamos entendiendo. Insistió con lo mismo. Entonces, le dije que yo creía que él iba a rendirse. Le advertí que le daba dos minutos y volvía a abrir fuego. Me di vuelta y empecé a volver a donde estaba mi fracción.

Antes de que terminara la tregua, una ametralladora británica abrió fuego desde el oeste contra mi sección. Mis hombres contestaron el fuego y yo quedé en el medio de los dos fuegos. Me di vuelta y disparé con mi fusil FAL contra un grupo de ingleses que se estaba acomodando en un alambrado para atacar. Mis soldados pelearon como leones en medio de la neblina. Nunca me voy a olvidar cómo José Ortega murió a 20 centímetros mío. Estamos disparando detrás de un postre. Me moví para ver un ametralladora que se había trabado en otra posición y cuando volví lo encontré muerto de un disparo. Mientras las balas trazadoras y las esquirlas rebotan por todos lados, los soldados José Allende y Andrés Austin y el sargento Sergio García cayeron juntos cuando intentan moverse de su posición, en una actitud heroica, para buscar un mejor ángulo de tiro contra una ametralladora que nos estaba batiendo.

El cabo Miguel Avila había muerto al amanecer con el teniente Estevez. Era el jefe de Walter Buffarini, al que le volaron la mitad de la cara. Avila era de mi sección pero, a último momento, fue agregado a la de Estevez. Para rescatar a la compañía que teníamos arrinconada los ingleses mandaron refuerzos y más refuerzos. Después de enteré que eran 250. En esta nueva situación, el cabo Oviedo y el soldado Ramón Cabrera murieron juntos por el fuego cruzado de las ametralladoras inglesas que nos estaban rodeando, en medio de gritos y neblina.

Después de la batalla me dijeron que había muerto mi interlocutor en el alto el fuego. Hay una controversia en la que no me interesa meterme. La versión oficial británica es que era el teniente James Barry mientras otras versiones dicen que era el teniente coronel Herbert Jones. Esa versión oficial dice que Jones murió bajo el fuego de la ametralladora MAG del soldado Oscar Ledesma. Yo no distinguí el grado de mi interlocutor. El uniforme de combate británico incluía mucho armamento, municiones y una mochila. Estaba todo enmascarado. No sé si hay un parte oficial británico. Hay documentos clasificados, como el ataque el portaaviones Invencible, por 100 años.

Los historiadores británicos más serios dicen que a mi me abrió fuego una ametralladora de otra compañía. Ellos no son sabían del parlamento. Estaba lloviznado y había mala visión.

Luego de la caída de mi interlocutor, los ingleses intentan rodearnos por el oeste. Nosotros teníamos munición limitada. Cada soldado solo llevaba 120 proyectiles. La que llevamos puesta. Los refuerzos no llegaban. Me muevo a una posición y veo al soldado Miguel Canyaso con un disparo en la frente. Tenía la cabeza abierta. Le di la extremaunción, recé un Padrenuestro y le hice la señal de la Cruz pero gracias a Dios sobrevivió. No podía besar mi Rosario porque estaba debajo de mi uniforme y mi campera.

A esa altura del combate, conté que tenía 7 muertos y 13 heridos del total de mis 38 hombres. Muchos con heridas graves en el cuello o tórax. Entonces, ordené el repliegue de la sección. Los que estaban más enteros debieron cargar a los heridos. Nosotros no teníamos camilleros como ellos.

Me quedé en la retaguardia con 3 o 4 hombres, entre ellos el cabo cocinero Andrés Fernández. No era de mi sección. Era un cabo primero cocinero. El decidió venir con nosotros. Dejó la cocina, tomó el fusil de un soldado herido y se sumó a nosotros. Esto te habla de los hombres de Malvinas que actuaron por encima de su deber.

Cuando estábamos por terminar el repliegue, hirieron a Fernández en una pierna. Un disparo le produjo una hemorragia arterial. Con un pañuelo le hice un torniquete. No lo podíamos cargar. Bajo intenso fuego enemigo, lo metí a cubierto en un pozo de proyectil de mortero, lo tapé con un poncho y le saqué las armas para que vean que era inofensivo. Le ordené que si pasaba un camillero inglés se entregase, sino le prometí que yo lo volvería a buscar.

Así regresamos a Goose Green y llevamos a los heridos a la enfermería. Cayó el sol y vino la noche. Nos preguntábamos que habría pasado con Fernández. ¿Ya estaría prisionero? Los soldados lo querían mucho. Pedí dos voluntarios para ir a buscarlos y se ofrecieron cuarto. Nosotros no teníamos uniformes con la Cruz Roja. Entonces, yo voy armado con mi FAL y mis soldados “el vasco” Aguerrebengoa y Carobbio sin armas.

Salimos a buscarlo infiltrándonos en las líneas enemigas. Ibamos paralelo al camino. Atravesamos a un par de patrullas enemigas que no nos vieron. Mientras los ingleses hacían tiros exploratorios sobre la zona de la batalla. Después de casi 3 horas lo encontramos a Fernández. Estaba inconsciente por la pérdida de sangre. Primero lo arrastramos y al alejarnos lo cargamos hasta nuestra enfermería. Fue la voluntad de Dios y cumplí con mi palabra de buscarlo.

Al mediodía del 29 fue la capitulación. Los ingleses trasladaron a los prisioneros a San Carlos. Pero a mí me dejaron porque hacía de traductor. Armaba los contingentes y me quedé hasta que saliera el último prisionero. Luego pedí enterrar a los muertos con los honores correspondientes y con un responso religioso. Con el sacerdote católico Santiago Mora, un italiano de Bergamo, conseguimos el permiso. Estamos en una foto histórica de la BBC junto a un capellán británico y el general Wilson, el comandante de la tercera brigada británica en un responso frente a la tumba provisoria de nuestros caídos.

Primero, participé del doloroso proceso de identificación de los muertos argentinos en la batalla de Pradera del Ganso. Al cuerpo del teniente Estevez lo reconocí por la forma en que se ataba el cordón de sus borceguíes. Los cuerpos fueron depositados bajo la lluvia en una fosa común y los despedimos con honores y encomendando su alma a Dios. Ese día me marcó para todo la vida. Fue duro verlos morir en el campo de batalla y más trágico, enterrarlos. Pero fue un honor que me acompañará toda la vida.

El trato a los prisioneros de guerra fue duro, como es en todo el mundo. Buscan quebrante la voluntad de lucha y de fugarte. Así son las reglas de la guerra. Pero hubo un hecho ilegal. Hay una carta que mandó el teniente Durán a Clarín por la muerte de tres soldados del regimiento 12 que los ingleses obligaron a cargar munición. Está prohibido por la convención de Ginebra. Hicimos un acta y lo denunciamos. Incluso, un soldado se prendió fuego y un sargento británico lo mató. Hicimos la denuncia al segundo jefe del batallón de paracaidistas y a la Cruz Roja. Meses más tarde, una corte británica lo sobreseyó como un acto eutanasia ante el sufrimiento. Yo me quede solo en Darwin con el padre Mora. Después del sepelio nos embarcaron en el barco Norland y nos entregaron en Montevideo.

¿Si me relacionó con veteranos británicos? En abril de 1983, el capitán Christopher Goundry me escribió una carta en la que me recuerda la batalla. Dijo que las guerras son una terrible tragedia y me manifestó su “admiración por el coraje y valor de mis jóvenes soldados que combatieron en malas condiciones”. Luego me pidió entablar una amistad. Nunca le contesté. También me escribieron otros veteranos británicos. Sucede que para mi la posguerra no es el tercer tiempo de un partido de rugby. Los respeto, pero son mis enemigos. Yo le dije a otro inglés que si quiere ser mi amigo le diga a la reina Isabel que nos devuelvan las islas. Nada me devuelve a mis 7 suboficiales y soldados que vi morir y enterré. Hay muchas viudas y huérfanos de mis muertos que impiden en mi conciencia entablar una amistad con los británicos.

Insisto como jefe ver morir a tus hombres es lo peor que te puede pasar en la vida militar. En el momento del combate tenés mucha adrenalina, desesperación e inconsciencia, pero cuando te toca enterrar a tus soldados tomas conciencia de la dimensión de la tragedia. Me dejó un dolor en el alma. Después de la guerra, siempre me pregunto por qué murieron ellos y no yo.